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Comunicación positiva en familia

Las palabras que utilizamos con nuestros hijos e hijas y la forma en la que las comunicamos, marcan la diferencia en nuestras relaciones. Mantener la conexión con ellos es la clave para tener un apego seguro, para ayudarles a crecer de manera saludable y para ejercer una influencia positiva sobre ellos. Por eso, es importante que reflexionemos sobre cómo el lenguaje y la comunicación nos lleva a veces a perder esta conexión y cómo, en otras muchas, nos permite recuperarla y mantenerla.

¿Cuántas veces nos quejamos de esa «sordera selectiva» que tienen cuando les decimos que hagan algo y no nos hacen caso?, ¿cuántas nos sentimos incapaces de comprender lo que quieren y sentimos que están a años luz de lo que queremos nosotros? ¿Y cuántas nos sentimos culpables por haberles hablado de esa manera, desde nuestras prisas y nuestro estrés? Los gritos, los sermones, repetir lo mismo una y otra vez, parece que no funciona como nos gustaría. Nos frustra y nos desespera; y a ellos también. Pero ¿podemos hacer algo para mejorar esa comunicación?

El respeto por encima de todo

El respeto mutuo debe ser la base de nuestra relación y nosotros debemos ser los primeros en darlo. No podemos pedir respeto si no les respetamos. Somos sus modelos. Nosotros tenemos mucha más experiencia y conocimientos para mantener la calma y tomar mejores decisiones, por lo que no tenemos excusa. Y si, en alguna ocasión, lo perdemos, rectificar y reparar será el mejor ejemplo. Por su parte, ellos están aprendiendo a respetar y, cuando aprendemos algo, es normal cometer errores. Y como de los errores aprendemos, aprovecharemos cuando eso suceda para mostrarles, desde la empatía y no desde la rabia o el miedo, cómo pueden reparar y recuperar la calma. 

Mantener la conexión 

Hablarles simplemente puede no ser muy útil si no estamos «conectados». Es importante conectar, en primer lugar, desde las emociones. Por eso, es necesario aprender a describir, validar sus emociones y empatizar con ellas. Así, si nuestro hijo o hija llora porque que se le ha roto su juguete o le ha dejado su novio o  novia, conectamos con él si le transmitimos que está bien que esté triste y que comprendemos cómo se siente. A veces, con la buena intención de animarlos, intentamos evitar esa emoción, pero lo único que conseguimos es perder la conexión con ellos. Frases como «eso no es nada», «por eso no se llora», «eso le pasa a todo el mundo», etc., solo generan distancia y les da un modelo de afrontamiento que invita a «evitar sentir», algo que no será muy útil ni sano en sus vidas. A veces, sólo necesitan que estemos a su lado y los acompañemos: «eso duele mucho, puedes llorar hasta que te tranquilices», «tienes que estar asustado, estoy aquí, te abrazo».

Cuando les hablemos, debemos asegurarnos de que nos están escuchando: puede ser útil mirarlos a los ojos, ponernos a su altura, llamarles por su nombre, tocar su brazo; si están haciendo algo, esperar a que terminen o a que puedan hacer una pausa, para prestarnos atención.

Una vez que hemos captado su atención, también la forma en que transmitamos el mensaje va a condicionar que mantengamos la conexión o la perdamos. Los sermones, las reprimendas y las órdenes rompen la conexión. Con este tipo de mensajes buscamos acciones rápidas, que obedezcan. Pero, la realidad es que muchas veces no funcionan, no nos hacen caso y nos pasamos la vida quejándonos de que no tienen iniciativa. Claro, están esperando a que les ordenemos qué hacer.

Algunas alternativas para mantener los límites con amabilidad y firmeza son:

  • En lugar de la orden: «Recoge la habitación», formulamos una pregunta: 
    • «¿Qué hay que hacer cuando terminamos de jugar?». Así, les damos tiempo para que descubran el problema y encuentren la solución, a que piensen y vayan aprendiendo las relaciones causa-efecto y asuman responsabilidad y autonomía. Es más lento a corto plazo que la orden, pero mucho más eficaz a medio y largo plazo porque llegará un día en que no tendremos que preguntarles.
  • En lugar de la orden: «Guarda la compra», formulamos una petición u ofrecimiento de ayuda: 
    • «Me vendría muy bien que me ayudases a guardar la compra». O, cuando son más mayores, «si quieres te ayudo a guardar la compra». De este modo, saben que están siendo tenidos en cuenta, que valoramos su contribución, que les consideramos parte del equipo, pero también que respetamos lo que en ese momento puedan estar haciendo, sin imposiciones. Les permitimos que desarrollen empatía, contribución y agradecimiento. 
  • En lugar de la orden: «¡Apaga la tablet ya!», con la consiguiente respuesta de «un momento» (que suele ser eterno), llegamos a un acuerdo:
    • M/P: Es hora de apagar la tablet, ¿cuánto tiempo necesitas para terminar lo que estás viendo/jugando?
    • H: Cinco minutos.
    • M/P: Vale, son las 17:24 h, a las 17:29 h apagas entonces, ¿de acuerdo?
    • H: Sí.
    • M/P: ¿Necesitas que te avise o miras tú la hora?
    • M/P: AGRACEDECE cuando lo apague.

Ajustar las expectativas y ser conscientes de su madurez

Debemos asumir que lo que queremos que hagan posiblemente no esté, ni remotamente, en su lista de prioridades. Muchas veces nuestra urgencia no va a ser comprendida; si no nos hacen caso, seguramente no están queriendo fastidiarnos, simplemente están en otras cosas.

Hay que tener en cuenta su madurez. Antes de los cinco años, no procesan igual la información, aunque comprendan las palabras. Las ironías y los dobles sentido la mayoría de las veces no los van a entender. No te sorprendas si le dices a tu hijo o hija al volver del parque: «¡eso, llena todo de arena!» y muy sonriente, vacía sus zapatillas en el salón. Está haciendo justo lo que le has pedido. Cuando son un poco más mayores, tal vez comprendan que hay algo más en ese mensaje, pero aun son muy literales comprendiendo las palabras por lo que pueden sentirse molestos pensando que te estás riendo de ellos. Este tipo de lenguaje genera confusión, vergüenza y malestar, por lo que rompe la conexión. Es mejor observar bien cómo funciona con nuestros hijos e hijas y utilizarlo solo cuando estemos seguros de que lo entienden. Cuando son aun más mayores, la ironía y el sentido del humor puede funcionar muy bien para conectar con ellos, siempre que ellos también puedan participar. 

Confiar en ellos y decírselo

A veces, con la intención de proteger a nuestros hijos, no nos damos cuenta de los mensajes limitantes que les damos: «te vas a caer», «vas a suspender», «te va a salir mal». Nuestro propio miedo a que lo pasen mal nos lleva a hacer las cosas por ellos o a no dejarles que se arriesguen a hacerlas solos y equivocarse. Por eso, de nuevo es necesario poner consciencia en ello y aprender a confiar en sus posibilidades; dejar que ellos mismos se midan y, en ocasiones, se caigan para aprender también a levantarse. Si realmente creemos que está fuera de sus posibilidades, dedicaremos tiempo a enseñarles y a que se sientan capaces. En lugar de decir «no puedes”, les diremos «te voy a ayudar para que pronto puedas solo». En lugar de decir, «te lo dije», les diremos «te ayudo a levantarte, ¿qué necesitas para intentarlo de nuevo?». Y, si en algún momento nuestro miedo no nos permite dejarles, es mejor ser honesto y honesta y decir «sé que puedes, pero a mi me da miedo y prefiero que no lo hagas».

Dar aliento y motivar

Hemos crecido con la idea de que necesitamos reforzar las cosas que queremos que hagan y reprender las que no queremos. Lo que a veces no nos damos cuenta es que, incluso cuando creemos que estamos reforzando, no estamos motivando. A menudo, el refuerzo va ligado al resultado «¡qué bonito!», «lo has hecho genial», «¡muy bien!». Otras, va ligado a la aprobación externa «estoy orgulloso u orgullosa de ti», «lo has hecho justo como te dije», «me has hecho caso». Si reflexionamos sobre ello, con estos mensajes no estamos fomentando la responsabilidad y la autonomía, si no la obediencia y la dependencia a la aprobación externa. 

Alentar y motivar es fundamental para garantizar el bienestar de nuestros hijos e hijas, pero debemos asegurarnos de que alentamos a la persona, no al resultado, y de que fomentamos la autonomía y no la dependencia externa. Así, en lugar de reforzar con un «¡muy bien!», podemos decir: «felicidades por el trabajo realizado»; describir el proceso: «has dibujado muchos animales»; mostrar sorpresa: «¡Guau!»; agradecer: «gracias por el esfuerzo»; destacar su papel: «debes estar orgulloso de ti», o destacar el progreso: «antes no podías solo y ahora sí». 

Lo importante es que, con nuestra comunicación, les transmitamos que confiamos en ellos, que son importantes y se sientan vistos, independientemente del resultado de sus acciones. Su valor está en su persona y no en lo que hacen.

El amor incondicional nunca debe cuestionarse, no es suficiente con que nosotros, como adultos, lo sepamos. Es fundamental que esta certeza la tengan también nuestros hijos e hijas. Por eso, no hay que ahorrar palabras y hechos para mostrarlo. Aunque nos hayamos enfadado, aunque hayamos gritado, aunque hayamos hecho algo que haya decepcionado o dañado al otro, no sobra decir «te quiero incondicionalmente». También nos equivocamos y necesitamos reparar el daño, reconocer y pedir perdón, y recuperar de nuevo la conexión. 

Profesora del Centro Universitario Cardenal Cisneros. Doctora en Psicopedagogía y experta en inteligencia emocional. Certificados en disciplina positiva por la Asociación Americana de Disciplina Positiva.

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