Familia y escuela: por qué es un diálogo imprescindible
El ámbito de comunicación más duradero y decisivo en la vida de una persona es la familia. Ocupa el primer puesto en cuanto a influencia sobre la educación porque es donde se transmite el modo de empleo de los valores personales, que sustentan ese caleidoscopio al que llamamos «yo». El segundo ámbito –por duración, intensidad e importancia– es, evidentemente, la escuela. Allí es donde se lleva a cabo la adquisición de los conocimientos, las destrezas y los valores necesarios para la convivencia social. Si, por ejemplo, en casa nuestros hijos e hijas aprenden a respetar a los abuelos, en su centro escolar aprenderán a respetar a todas las personas, sea cual sea su procedencia. Si en casa insistimos en que no se debe mentir, solo comprenderán el porqué cuando les mienta un compañero de clase en quien confian.
El mecanismo de la educación familiar funciona por identificación afectiva.
El ejemplo y el amor llegan a nuestras vidas antes que las normas sociales.
Quien cuenta con una familia en la cual hay cariño, respeto a los mayores y a los pequeños, disciplina positiva, veracidad, confianza y todos esos valores que se transmiten en el ámbito familiar de manera sencilla, sin explicaciones alambicadas, con el ejemplo, crece con un sustrato de modos de comportamiento que ha adoptado por identificación con las personas a quienes ama. Pero siempre necesitará formación para integrarse en la sociedad, y esta se recibe en el conflicto y la alegría de la escuela. Ambos escenarios tienen, pues, diferentes responsabilidades, que no se pueden suplantar ni trasvasar de uno a otro, pero deben coordinarse para cumplir con el objetivo de la educación: dotar de un buen modo de empleo para la vida. Por eso, es tan importante procurar coherencia entre cole y casa, sabiendo que, como hemos visto, los valores de la educación escolar complementan a los de la familia, no los suplen. De ahí la necesidad de que los dos ámbitos se mantengan.
Navegamos en el mismo barco, por eso remar en la misma dirección es una gran invitación y una responsabilidad inmensa, otra más en dos tareas tan distintas y tan complementarias como ser padre o madre y ser docente, a lo largo del proceso de desarrollo de una niña o de un niño. Por esto, es fundamental que se relacionen con frecuencia, que no se conviertan en células emisoras de mensajes contradictorios; que haya entre ambos una relación de respeto y de amistad.
Entre la familia y la escuela solo cabe una forma de comunicación que favorezca el desarrollo de la generación más joven: es el diálogo.
Cada curso escolar enmarca una verdadera oportunidad de diálogo entre los miembros de la comunidad educativa, cuyos fines son: conectar mejor las vidas de profesores y alumnos y permitir a las familias aportar y participar en la vida escolar.
Durante todo el tiempo en que fui maestra agradecí profundamente a las familias que me informaran de los pormenores de sus hijos e hijas –«no duerme bien»; «desayuna poco»; «viene muy contenta»– porque me permitían conocerlos mejor, comprender sus reacciones e incluso las causas de sus estados de ánimo. Si facilitamos a los maestros de nuestros hijos este conocimiento, seguramente cualquier problema quedará convertido en simple dificultad. Y si respetamos sus decisiones profesionales –porque los maestros saben lo que hacen, es su trabajo y reciben constante formación– enseñaremos a nuestros hijos que la autoridad deriva de la responsabilidad.
Para solventar las dificultades, resolver los malentendidos o pedir explicaciones sirve también el diálogo, pero es positivo que nuestros hijos vean a los dos estamentos del mismo lado. No es infrecuente que quien desautoriza constantemente al profesor de sus hijos lesione su propia autoridad.
Y precisamente porque el diálogo entre la familia y la escuela es tan personal, también trasciende las fronteras físicas del aula para modificar la realidad del centro e incluso de su entorno. Así sucede cuando las familias colaboran en las actividades, o comparten los problemas del centro y aportan soluciones; cuando el diálogo fructifica en un proyecto común que tiene una sola finalidad, un solo destino: el progreso y la educación de los niños y niñas.
Navegamos en el mismo barco, por eso remar en la misma dirección es una gran invitación y una responsabilidad inmensa, otra más en dos tareas tan distintas y tan complementarias como ser padre o madre y ser docente.
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