Lo que ellos callan, lo que nosotros callamos
Durante la adolescencia, nuestros hijos e hijas construyen su propia intimidad y la debemos respetar porque, si no quieren abrir espontáneamente su corazón, no podemos forzarles. Quizá sean reservados con nosotros, sus padres y madres, y hablen de sus cosas con los amigos y amigas. Pero, podemos ayudarlos con nuestra disponibilidad a la apertura del corazón, porque es necesario que compartan con nosotros todas aquellas cosas a las que no pueden enfrentarse solos: el acoso, las autolesiones, los problemas alimentarios, el consumo de riesgo, las relaciones sexuales no deseadas…
La soledad, la reserva y el aislamiento son poderosos aliados del miedo, pero también de la negación de la realidad («Puedo salir sola/solo de esto»).
¿Cómo podemos conseguir que nuestros hijos e hijas se desahoguen con nosotros?
Es bueno crear momentos de intimidad para, sin dramatizar las situaciones, seamos nosotros quienes compartamos algunas cosas guardadas, nunca agresivas ni traumáticas; en esto nos avisará el sentido común. También podemos contarles experiencias similares a las suyas, que les muestren que fuimos adolescentes y que, por tanto, podemos comprender lo que les pasa.
Atención: no es momento de ponernos como ejemplo, sino de compartir.
Es bueno sentar las bases de un diálogo en el que no estemos constantemente juzgando y condenando nimiedades. Quien se deja caer por la pendiente de la crítica constante, por la corrección indiscriminada de todo comportamiento o actitud se arriesga a desgastar la comunicación.
Entre el «total, qué más da, si mi padre no me hace caso» y el «total qué más da, si mi madre se va a enfadar de todas formas», hay una escala de actitudes parentales sobre la que reflexionar.
Si nos interesa que una persona de quince años nos desvele los problemas de su intimidad, tendremos que elegir bien las batallas en las que participan nuestras críticas y quejas.
¿Y si se abren solo a uno de los progenitores y no al otro?
Pero, ¿qué pasa si oímos estas palabras: «No se lo digas a papá…» «Que mamá no se entere…»? A esta edad puede aparecer una cierta negociación de la intimidad con uno de los progenitores frente al otro.
Si nos piden que les guardemos el secreto frente a su padre o madre, la tentación de anudar más estrechamente los lazos que nos unen con ellos, nuestra propia vanidad y la belleza de la complicidad pueden dañar su relación con el otro progenitor. Por eso, debemos tener cuidado.
La familia, sea cual sea su estructura, debe convertirse en un «todos para todos» en la cual no tengan cabida ni el miedo ni la desconfianza. Además, afrontar las consecuencias de lo que no hacen bien es un aprendizaje fundamental que necesitan desarrollar. En este caso, lo más razonable es escuchar la confidencia, garantizarles el secreto por nuestra parte, pero convencerlos de que sean ellos mismos quienes se lo cuenten a la otra persona. Podemos asegurarles el amor y la comprensión del papá o la mamá a quien quieren ocultar el hecho, e invitarles a ponerlo a prueba contándoselo ellos mismos, porque a veces se trata de miedos infundados. Si creemos necesario avisar previamente al otro progenitor, se lo diremos también a nuestro hijo o hija.
Sin embargo, si romper la confidencialidad va a llevarnos a un conflicto violento o que suponga una ruptura mayor, o si el secreto se refiere a temas muy serios, debemos juzgar como adultos las repercusiones que pueden tener para la vida familiar tanto la ocultación, como la transparencia. Sin perder de vista, por otra parte, que los secretos no desvelados pesan mucho en la mochila de la vida, y ese peso deja cicatrices. Por supuesto, en estas recomendaciones dejamos fuera cualquier forma de maltrato o violencia en el ámbito familiar. Esta situación es de extrema gravedad, va por otros caminos y quien la sufre debe salir de ella con todo su empeño y cuanto antes.
Si nuestros hijos se abren a nosotros para contarnos un problema grave, tendremos que dejar de lado todo lo demás, abrazarlos y guiarlos, sin dudar, hasta una ayuda profesional que pueda ayudarles.
Muchas veces nos desanima su silencio y nosotros tampoco les hablamos. No es infrecuente que la secuencia, en cantidad y calidad, de la comunicación sea como esta: les damos los buenos días, unas cuantas órdenes e instrucciones y los regañamos por las prisas; nos vamos cada uno a lo nuestro y dejamos de verlos durante muchas horas; ellos regresan, nos ponen un mensaje diciendo que ya han llegado al que contestamos con un «OK»; y encuentran una nota pegada a la nevera con más órdenes e instrucciones. Cuando volvemos a verlos, el caso omiso que han hecho a alguna de las órdenes e instrucciones provoca una nueva regañina. Luego ya nos plantamos cada uno ante nuestro smartphone y fin de la jornada. ¿Cuándo les hablamos? ¿Cuándo les contamos lo que nosotros hemos hecho?
Nuestro trabajo suele ser un enorme misterio para ellos. ¿Cuándo les impartimos lecciones sobre la vida? Por ejemplo: lo que es una hipoteca, por qué estamos o no estamos casados, qué significan ellos para nosotros, por qué nos entristece el problema del abuelo, cómo vamos a planear el verano…
Conclusión
Deseamos que nos desvelen su intimidad, y ni siquiera les hablamos normalmente sobre cosas cotidianas que tal vez publicamos en nuestras redes sociales. Por eso, para escuchar sus confidencias, tenemos pendiente una tarea muy concreta: aumentar la calidad de la comunicación en la dirección «de adultos a adolescentes».
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