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¡Socorro! Es mi hijo o hija quien hace bullying

Si hay una situación comprometida cuando nos llaman del colegio o instituto, en las que los padres y madres podemos pasarlo mal, es que nos comuniquen que nuestros «retoños» están acosando o maltratando a otros compañeros o compañeras.

He visto el impacto que esto provoca. Ningún padre o madre podíamos ni imaginar que nuestro pequeño «vástago» puede estar involucrado en un acto tan «malvado». No nos cabe en la cabeza. En cuanto nos comunican que puede estar implicado, notamos una punzada en el pecho. Son muchos los sentimientos que nos sobrevienen si nos vemos en esta situación. Casi todas las respuestas pasan por la sorpresa y el consiguiente bloqueo en primera instancia.

¡No puede ser! ¡Mi niño o niña no! ¡Debe ser un error!

El mecanismo de defensa, que viene de serie en los progenitores, hace que no podamos —o queramos— creer lo que nos comunican. ¿Cómo ese angelito al que trajimos al mundo puede estar haciendo cosas de demonios?

La mejor ayuda para nuestros hijos es aceptar lo que en el proceso de crecimiento humano van a experimentar. Van a ensayar formas de relacionarse, de actuar, de responder, tanto con sus iguales (compañeros) como con la autoridad (profesorado). Es la manera que tenemos los humanos de crear nuestra identidad. De madurar psicológicamente y socialmente. Los niños, los preadolescentes, adolescentes y jóvenes transitan por la vida buscando su identidad, su forma de existir y ser en el mundo.

A veces esa búsqueda de identidad se forja mostrándose en su grupo de referencia como alguien que tiene más poder y fortaleza. Esto es situacional. Es decir, puede parecer «una mosquita muerta» en unos contextos, y «un matón» en otros. Los humanos en crecimiento pueden ser camaleónicos en el comportamiento. Dependen del contexto para mostrar un color (comportamiento) u otro. Por eso, impacta a los progenitores descubrir que pueden andar deambulando por el lado menos saludable de la vida, como por ejemplo cuando se los descubre viendo pornografía, fumando, consumiendo alcohol, o participando en el acoso y maltrato de un compañero o compañera.

Si es tu hijo o hija quien ejerce ese rol y lo han detectado en el ámbito escolar, aunque doloroso, estás de enhorabuena, ya que cogido a tiempo, puede hacer que modifique su manera de actuar y comportarse. Piensa que la mayoría de maltratadores adultos aprendieron de niños a infringir daño en otras personas quedando impunes. Si las estadísticas arrojan datos escalofriantes sobre la violencia que se ejerce en el entorno familiar, ya sea hacia los menores, hacia los mayores y hacia las parejas, es necesario que abramos los ojos al origen de estas conductas. Descubrir un comportamiento agresor permite poder trabajar con la sensación de impunidad del agresor o agresora y modificar el refuerzo social grupal que obtiene, desvinculando las acciones perversas del reconocimiento, éxito y poder social.

Los chicos y chicas aprenden explorando. Si experimentan que participar en conductas de hostigamiento hacia otros les hace sentirse mejores, al verse más aceptados o protagonistas, tendrán tendencia al maltrato repetido hacia las víctimas, hasta el punto de provocar miedo en ellos. En los casos más graves este comportamiento se mantiene en el tiempo. Al cosificar a la víctima, lo convierte en un instrumento para su éxito social en el colegio o fuera de él. Sin empatizar con el sufrimiento de la víctima continuará estigmatizando a la víctima y provocándole dolor, fragilidad social y aislamiento. Llegado a este punto «el verdugo» es a su manera también sufridor del círculo vicioso víctima-verdugo.

El agresor o agresora raramente actúa solo o sola. Generalmente busca el apoyo del grupo, que es el que le otorga poder. Así puede llegar a estar atrapado en el «personaje». Así «el malote» o «la chulita» necesitan de su conducta malsana para ser alguien. Por eso, detectado a edades tempranas puede ser considerado una bendición para esos chicos que no son malos, pero actúan como malos. Mejor reeducar a un niño que castigarlo de mayor.

Hay dos tipologías de agresores:

  1. Predominantemente dominante, con tendencia a la personalidad antisocial, relacionada con la agresividad proactiva.
  2. Predominantemente ansiosa, con una baja autoestima y niveles altos de ansiedad, vinculada a la agresividad reactiva.  Los chicos y chicas de este segundo grupo suelen presentar déficit en el procesamiento de la información social y pueden manifestar una tendencia a sobreatribuir hostilidad a los demás (sesgo atribucional hostil). Esto los hace más vulnerables a sufrir el rechazo sistemático de sus compañeros y pueden convertirse en agresor/víctima o víctima, según las circunstancias.

Decálogo

A tener en cuenta si te ves en esta situación:

  1. Ser padres del agresor no es fácil. Debemos ser conscientes de que la preocupación y el estado de alerta, si nos llaman del colegio, no debe llevarnos a un comportamiento defensivo cerrado.
  2. Detectar que algo no va bien en nuestros hijos o hijas es mejor que seguir con la conducta silente que no da la cara, pero modifica su identidad de manera no adecuada.
  3. Si hay sospechas de que nuestro hijo o hija ejerce o participa del bullying es normal sentir incertidumbre y estrés.
  4. Es frecuente apuntar hacia focos no adecuados para liberar la tensión, culpando al otro progenitor, al colegio, a algún profesor o profesora. El foco debe estar puesto en el suceso en nuestro hijo o hija.
  5. Es importante adoptar un enfoque no culpabilizador con nuestro hijo o hija. Censuramos su conducta pero no al alumno/a. Ha experimentado una manera de sentirse importante ejerciendo daño a otros. Es mejor que sepa que aceptamos su error, y que no le hace falta hacerse querer de esa manera. Nosotros ya lo queremos.
  6. Desde una posición empática asumimos que nuestro hijo o hija no es malo, pero ha hecho algo mal. Debemos recabar su colaboración para resolver la situación.
  7. Les trasladaremos a nuestro hijo o hija que, sea cual sea el motivo, le ayudaremos para reconducir la situación y reparar el daño provocado. Si hay pruebas objetivas de su participación en hechos no justificaremos, ni trataremos de ocultar su responsabilidad.
  8. Trasladaremos a nuestro hijo o hija que es prioritario que deje de comportarse así, hay una (o varias) persona que lo está pasando mal y deben cesar estas conductas.
  9. Pediremos la colaboración del equipo educativo y solicitaremos ideas para manejar la situación.
  10. Barajaremos la oportunidad de solicitar ayuda psicológica externa al colegio, para saber cómo responder a esta situación como familia y también para que nuestro hijo o hija aprenda a ser importante y sentirse poderoso o poderosa sin ese «personaje».
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